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El asesinato de Eric

Eric Andrade era médico; en El Salto, Pueblo Nuevo, Durango, en esa comunidad realizaba su pasantía, un requisito indispensable para la especialidad médica. Eric es el tercer médico pasante asesinado en lo que va del año.

Son muchos más los médicos, sobre todo, los que están haciendo su servicio en las comunidades más alejadas, que son extorsionados, secuestrados, robados, abusados, porque no sólo tienen un ingreso que es apenas testimonial, sino porque no existen condiciones mínimas de seguridad (o profesionales) para que cumplan con su responsabilidad.

Otros son secuestrados incluso para atender a personas del crimen organizado en la clandestinidad.

Las universidades de Durango decidieron, luego del asesinato de Eric, retirar a todos los pasantes en las regiones donde el Estado no les puede garantizar mínimamente la seguridad y las condiciones de trabajo. Es una idea que está creciendo en un gremio médico donde se acumulan los agravios, incluyendo los bajos salarios, la falta de oportunidades, las descalificaciones. El secretario de Salud, Jorge Alcocer, ante esa situación, terminó yéndose contra los propios médicos y las universidades, y sostuvo que suspender las pasantías no “era oportuno” porque había que garantizar la asistencia de la población. Y se recordó que sólo el 16 por ciento de los puestos de especialidades fueron cubiertos en las zonas de mayor marginalidad.

Eso no es lo que está en discusión, sino las condiciones de trabajo del personal médico, su seguridad y los equipos y medicinas necesarios. Nuestros médicos y enfermeras en esas zonas trabajan en las paupérrimas condiciones y no se les puede exigir que arriesguen su vida sin condiciones mínimas para ejercer. La verdadera exigencia para el Estado mexicano, incluyendo los gobiernos federal, estatales y municipales, es que le garanticen a los médicos y el personal sanitario las condiciones mínimas indispensables para cumplir con su labor: un espacio digno donde vivir, donde trabajar y atender a sus pacientes, seguridad en todos los sentidos para hacerlo.

Los médicos y el personal sanitario en las zonas que están controladas por el crimen organizado (un 35 por ciento del territorio nacional, según el Comando Norte de Estados Unidos) son extorsionados, secuestrados, se les exige, bajo amenazas, que atiendan a sus heridos, muchas mujeres son abusadas. Eso ocurre en zonas rurales y urbanas. Muchas instalaciones sanitarias en las zonas rurales están en ruinas y no llegan los medicamentos.

Más allá de que seguir calificando de corruptos a los médicos que simplemente reclaman una plaza laboral después de carreras que implican cerca de diez años de sus vidas, las autoridades se equivocan: un médico en el sector salud gana un salario de unos 16 mil pesos mensuales, menos aun cuando está haciendo su residencia, que puede ser una “beca” de mil 600 pesos. Eso de que faltan médicos se contradice con la propia labor de la Secretaría de Salud, que contrató médicos y personal sanitario para la pandemia, les prometió plazas y cuando pasó la emergencia, los dejó en la calle.

Demanda de justicia

Además del asesinato de Eric hay un caso que es paradigmático, del que ya hemos hablado y que hay que recordar porque sigue sin hacerse justicia.

Es el caso de Mariana Sánchez Dávalos, una joven de 24 años, estudiante de medicina que realizaba su servicio social en una clínica de Nueva Palestina, en el municipio de Ocosingo, en Chiapas, una zona bajo control zapatista.

El 28 de enero del 2021, Mariana fue encontrada en la habitación en donde vivía, ahorcada, había sido asesinada. Mariana había denunciado una violación durante su servicio, pero fue ignorada. Presentó una denuncia ante el Ministerio Público y otra, en la Secretaría de Salud del estado: en el MP la ignoraron y en la Secretaría de Salud le ofrecieron unos días de vacaciones… sin goce de sueldo.

Había comenzado a trabajar en esa comunidad en agosto. Estaba sola, viviendo en condiciones muy precarias, y casi sin comunicación, porque no llegaba la señal del teléfono y el Internet. Muy poco después de iniciar su servicio le dijo a su familia que estaba siendo acosada: en diciembre un médico de planta de la clínica rural se metió en su cuarto y abusó de ella. Presentó su renuncia, pero no fue aceptada. Si renunciaba, sus años de estudios, sin la residencia, se perdían. Se quedó.

Horas antes de su muerte le dijo a su madre que el acoso continuaba. Al día siguiente apareció ahorcada. La Fiscalía del estado aseguró que se había tratado de un suicidio. Ni siquiera le informaron de la muerte a su familia (fueron sus amigas las que lo hicieron), pero se apresuraron en menos de 48 horas a incinerar sus restos. Ningún familiar lo había consentido, lo decidieron la clínica y la Fiscalía, cuando su familia apenas se estaba enterando de la muerte de Mariana y se trasladaban desde Saltillo, donde vivían.

Se tuvieron que generalizar manifestaciones de estudiantes de la Facultad de Medicina en Tuxtla y en otras partes del país, y un paro de labores en la Universidad, para que un juzgado emitiera una orden de captura en contra del médico Fernando Cuauhtémoc Pérez Jiménez, que era quien supuestamente la hostigaba, abusó y mató. No lo detuvieron, él se entregó. Todavía sigue el caso en proceso.

Con Mariana como con Eric, lo que faltan no son ganas, son condiciones de trabajo y seguridad. De eso se trata.